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¿Pedimos helado?

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La selección de los sabores del helado parece ser, por momentos, un acto más atado a la moral que al gusto: se discute con una pasión y una severidad propia de una discusión política, o peor, futbolística. Durante varios años realicé las siguientes anotaciones: qué gustos eran pedidos, cuáles se acababan más rápido y cuáles sobraban. Las conclusiones fueron fascinantes.

Si quiere conocer los resultados, tendrá que leer este post de Federico Ricciardi. A mí me encantó porque me trasladó a un mundo fascinante del cual no eres consciente cuando estás inmerso.

No tengo idea de si es un mal universal, solo sé que las últimas veces que fui de visita a Buenos Aires en verano, pude realmente darme cuenta del fenómeno que ocurre al momento de elegir grupalmente los sabores del helado.

Supongo que vi el fenómeno magnificado, ya que al estar de visita, cenaba en casas de amigos con varios invitados casi todos los días. Al terminar de cenar, el 100% de las veces se sucedía la pregunta

-Pedimos helado?

Inmediatamente alguien agarraba el teléfono, papel y lápiz. Suponiendo que la decisión de a qué heladería llamar se saldase rápidamente -porque suele ser una decisión del dueño de casa y porque justo no participase de la cena ningún fundamentalista fanático de alguna cadena en especial- comenzaba la ardua, conflictiva, fundamental, emocional… batalla por los sabores. Primero por la cantidad y luego por los «gustos» en sí. Se suceden gritos clamando por nombres de fantasía, variantes de chocolate o dulce de leche y asombrosas frutas que, en el fondo, a nadie le gustan. Entre la batalla de los sabores y lo que tarda la moto en venir con los codiciados potes, suele transcurrir más tiempo que el que se demoró en el picoteo y el asado o las empanadas. Lo bueno, es que los asistentes ya recobraron para ese entonces su apetito.

Carolina Ruggero, socióloga y experta en políticas públicas

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